Si tú también sufres al ver sufrir a tu hija… Cinco cosas a tener en cuenta

¿Has sentido alguna vez una especie de pinchazo en el pecho, un nudo en la garganta, un ahogo al ver o intuir el sufrimiento de tu hijo? Cuando está enfermo, cuando se ha caído y se ha hecho daño, cuando no ha llegado a la nota que necesitaba para su elección profesional, cuando le ha dejado el noviete, cuando te dice que no encaja, cuando tiene una pelea con sus colegas, cuando se muere la mascota o una persona querida, cuando dice que sí a un reto y al segundo siguiente dice que no y le ves en un mar de dudas…

Si tu respuesta es que sí te has sentido mal ante su sufrimiento, hay una noticia buena y otra mala. La mala es que fijo te has “contagiado” un rato o con cierta intensidad de ese malestar. La buena es que has desarrollado la capacidad de sintonizar emocionalmente con tu hija y eso es muy importante. El tema es: ¿qué hacemos con ese malestar que sentimos para no desbordarnos o bloquearnos y poder ayudarla en ese dolor?

Podemos tener en cuenta cinco puntos:

1º Ser conscientes de que nuestras hijas van a sufrir en algún momento (sí o sí) 

Dentro de un modelo social hedonista (basado en la búsqueda del placer y la eliminación del dolor rápidamente) pensar que nos va a tocar sufrir en algún momento nos puede resultar lejano. Y pensar que nuestras hijas también van a sufrir nos puede descolocar aún más. Pero es así. En un momento u otro les pasará. Por supuesto, trataremos de que ese sufrimiento sea controlable, no excesivamente “devastador”, que no surja por abusos, maltratos o toxicidades y que tenga cierta solución o amortiguación. A veces, podremos controlar esto más y otras no.

En cualquier caso, sin ser pájaros de mal agüero y sin dar una imagen cruel del mundo, es necesario transmitir a nuestros hijos que en algún momento las personas podemos sufrir. Lo pasamos mal y hemos de transitar por ello, pudiendo contar con ciertos recursos y personas que nos ayudarán. A veces, con buenas intenciones, les decimos que no hay que estar tristes, que no hay que sufrir por esto o incluso podemos ser más violentos y decir algo como: “¿quieres llorar por algo de verdad?” Eso no ayuda a su inteligencia emocional ni a su bienestar.

Podemos transmitirles que a nosotras también nos ha pasado alguna vez eso de sufrir. Que quizás fue en otra época, que no fue lo mismo que les pasa a ellos, que igual somos un poco más viejas y no les entendamos del todo… pero que conocemos también el sufrimiento y queremos estar disponibles para acompañarlas en ello.

Si tenemos suerte, los sufrimientos que pasan durante la infancia son más o menos “llevaderos” para ellos y para nosotras (no siempre es así) Y suele ser en la adolescencia o juventud temprana cuando se manifiestan con más dificultades para afrontar situaciones más desconocidas, estresantes o inquietantes al haber un grado de incertidumbre. Justo cuando han de “volar” de nuestro lado. A veces también tienen sufrimientos menos llevaderos, tóxicos o relacionados con abusos, accidentes trágicos…

Acompañar el sufrimiento no es algo que llevemos muy bien la verdad y, a veces, nos gustaría sacar la varita mágica para resolverlo: “resucitar” a su mascota, quitarles la fiebre en dos segundos, hacer el examen de la EBAU por ellos o decirles a sus amigas que se reconcilien. Nuestro apoyo en algunos casos será una ayuda más directa y rápida pero, en otros, requerirá tiempo, ayudar con lo emocional, estimular su autonomía o pedir ayuda más especializada. En cualquier caso, el primer paso siempre va a ser empatizar.

2º Empatizar con su fondo emocional

Como madres y padres necesitamos desarrollar la conexión emocional con nuestras hijas. Es una competencia parentomarental básica desde que nacen hasta…siempre. Y esta conexión incluye empatizar con sus emociones, incluidas las de malestar. Y para hacerlo adecuadamente podemos hacernos algunas preguntas:

  • ¿Qué emoción puede estar teniendo? Las señales corporales, la actitud, el comportamiento nos pueden dar pistas. Esto, a veces, es fácil de percibir y otras no tanto (hablaremos más delante de ello). Y, algunas veces, podemos imaginar un sufrimiento donde no lo hay o no ser tan intenso o al revés. Ahí podemos vernos influenciados por diferentes elementos, entre ellos, nuestra propia historia. Es decir, que si yo lo pasé muy mal al no alcanzar una nota y mi hija no ha llegado a esa nota, puedo imaginar que lo está pasando fatal cuando igual no es para tanto para ella. O, desde mi punto de vista de adulta, puedo pensar que el que la hayan llamado gorda es una tontería y para ella es algo muy doloroso.
  • ¿Simpatizo con esa emoción? Es necesario sentir (incluso corporalmente) un rato o un poco esa emoción (ya sea miedo, tristeza, rabia o asco)
  • ¿Qué me resalta a mí al simpatizar? ¿Ayuda? Será necesario descubrir qué emoción me resalta a mí dentro ante esa emoción de mi hija. Cómo me influye eso, si no lo puedo soportar, si me quedo “atrapada en ella”.
  • ¿Me coloco en una emoción adecuada para ayudarla? Además de simpatizar, tendré que ser capaz de colocarme en un momento dado en una emoción de calma, seguridad, curiosidad, serenidad… que pueda ayudarla a transitar su emoción, contagiar cierta calma, buscar soluciones o alivios…

3º Validar sus emociones

Se trata de hacerles ver que hemos empatizado con sus emociones, que, de alguna forma, les entendemos. Y dejaremos la puerta abierta a que nos puedan contar más si quieren (ahora o en otro momento), se puedan desahogar, llorar, quejar o maldecir. Ahí, hay que desterrar frases como “los valientes o los niños no lloran”

A veces no quieren hablar de ello. Y podemos esperar y/o ser honestas con nuestros hijos contándoles que hay algo que nos preocupa. No de su persona. Se trata de nuestra sensación de que puedan estar viviendo un malestar relacionado con comportamientos o señales que hemos percibido.

A veces, tampoco saben qué les pasa, cómo se llama eso que sienten o cómo contarlo (las niñas pequeñas o las adolescentes pueden no saber cómo hacerlo o si el tema puede tener un tinte traumático).

Estaremos atentas, en general, a cuando quieran expresarse. A veces, mientras comen el plato preferido que les hemos preparado o cuando estamos a punto de meternos a la cama. Hay que estar disponibles en ese momento. Sin hacer interrogatorios, sin juicios de valor, sin soltar sentencias o dar rápidamente nuestras soluciones.

Esta fase es importante porque, a veces, tratamos de quitarle hierro a las cosas, decir que no pasa nada, que no es para tanto o nos la saltamos para buscar rápidamente soluciones. Y esto hace que no se sientan entendidas emocionalmente.

Esto es muy cansado, sobre todo, en algunas etapas o situaciones. A cada niño o adolescente le puede llevar más o menos tiempo, más o menos intensidad…Según la edad esto puede variar también. Durante la primera infancia, el cerebro emocional está muy intenso y aún no pueden gestionar bien la intensidad y expresarse con palabras Y en la adolescencia la intensidad puede ser excesiva. Además, si son de temperamento más extrovertido podrán reaccionar con más ira, si son de tendencia más introvertida se pueden bloquear más, si son sensibles irán de un lado emocional a otro, si son perfeccionistas u obsesivos entrarán en bucle…

Además, algunos niños y chicos pueden tener más capacidad para hablar de sus emociones pero otros no lo lograrán tanto y podrán somatizar más su sufrimiento (con el sueño, con el movimiento, con cuestiones digestivas, con el esqueleto y la musculación, con la alimentación, con el ámbito relacional …)  Algunas lo hacen hacia “dentro” y otras “hacia fuera” Estar atentas a esto también va a ser importante. Sobre todo, porque como veremos después, a veces,  requiere pedir ayuda más especializada ante determinadas intensidades de sufrimiento y somatización.

Conocer cómo son nuestros hijos, en este sentido, nos ayudará a saber cómo posicionarnos. E ir trabajando con ellas que se conozcan, también les ayudará a identificar malestares de los que igual no son tan conscientes o requieren pedir ayuda. Por ejemplo, saber que cuando estás estresado o con malestar te duele la cabeza, tienes tics en el párpado o sientes que te ahogas… te da pistas de que tienes que echar una mirada a tu estado emocional.

En cualquier caso, es importante que sientan nuestra disponibilidad emocional para estar, hacer de espejo, ayudar y acompañar. A veces, incluso se puede verbalizar “No sé exactamente qué te pasa, si te pasa algo, si te sientes mal… No sé cómo ayudarte o qué decirte…Y, siendo así, quiero que sepas que estoy disponible para escucharte y ayudarte a que te sientas mejor. Quizás en algún momento, quieras que hablemos” Y quizás nos puedan decir que lo que quieren es que les hagamos su plato favorito para cenar y se lo podremos hacer.

4º Ayudar a ¿encontrar soluciones?

Uno de los retos que nos podemos plantear es encontrar solución al sufrimiento de nuestros hijos. Eso puede suponer lograr una solución total, parcial o que permita “sobrellevar” el sufrimiento. Puede suponer hacer cambios en algo externo o en algo interno, cambiar la percepción sobre el problema fuente del sufrimiento, pedir ayuda… Puede implicar intervenir directamente por nuestra parte en ello, facilitar un proceso para que sean ellos los que actúen o combinar intervención-autonomía. Va a depender de la situación, experiencia, edad, capacidades…

En cualquier caso, podemos tener en cuenta algunas ideas:

  • Tratar siempre de estimular su autonomía. Con un pensamiento reflexivo que les lleve a recopilar información, analizarla, reflexionarla, tener en cuenta experiencias previas exitosas, buscar o pedir ejemplos de otras personas (ahí podríamos dar nuestra perspectiva), buscar creativamente varias opciones, tomar decisiones… Este proceso lo iremos adaptando en función de la edad, claro. Tratemos de evitar, en todo caso, dar nuestra solución rápidamente con juicios o decir sin más: “ése es tu problema, busca tú la solución”. Parte de nuestro aprendizaje en autonomía implica también saber pedir ayuda e ir construyendo esa red de la que nutrirnos y a la que nutrir.
  • Clarificar que cualquier decisión tiene “dos caras” Al decidir, siempre se gana algo y se pierde algo. Tratamos de que la “ganancia” sea mayor que la “pérdida” pero a veces también podemos equivocarnos.
  • Los errores forman parte de la vida. Puede que estén sufriendo por un error cometido o puede que una posible solución luego no sea tan buena, pero para “aprender hay que perder al principio”. Una gran parte de la presión que viven algunos chicos a nivel personal, familiar, escolar… tiene que ver con unas expectativas demasiado exigentes que no admiten errores. Al no cumplirlas o creer que no se cumplirán se va hacia un sufrimiento o se “impide” ver nuevos horizontes.
  • Considerar el concepto de círculo de influencia frente al círculo de preocupación. Puede haber muchas cosas que nos generen preocupación pero según cuántas sean, cuánto control real podamos tener sobre ellas o cómo las enfoquemos es imposible abordarlas y nos generan o nos impiden acabar con sufrimientos. Es mejor enfocarse en nuestro círculo de influencia. De todo ello, en qué podemos influir realmente, cómo, en qué parte, con ayuda de qué o quién… Si solo nos quedamos en el círculo de preocupación nos frustraremos mucho o nos abonaremos a la queja perpetua.
  • Enfocar la solución en el buentrato y el respeto como el valor máximo para la convivencia. Y ahí tenemos el equilibrio entre el respeto a los y las demás y también a una misma (autocuidado)
  • Incitar siempre esperanza. A veces, el sufrimiento está ligado a cosas no tan fáciles de controlar, cambiar, elaborar y transitar. En estos casos, de forma especial, es necesario hacer un acompañamiento emocional y proyectar esperanza de que el sufrimiento irá calmándose o llegarán sensaciones más agradables.

5º Implicarnos en las soluciones

Podemos implicarnos más o menos en función de la situación y diferentes factores. Por ejemplo, ante un sufrimiento muy intenso o provocado por una violencia o abuso de poder, tendremos que implicarnos sin duda. Para ver qué ocurre, consultar con el colegio u otros recursos e incluso para pedir ayuda especializada ya sea a servicios de psicología, psiquiatría, intervención social…

Si pensamos, por ejemplo, en la propuesta de una terapia, hay que abordarlo con calma, “tacto”, reflexión y honestidad con nuestras hijas. No podemos obligar a nuestra hija a hacer una terapia. Sí podemos tener algunos procesos de reflexión que le ayuden a verlo como una alternativa. A veces, es interesante consultar nosotros con un especialista para que nos ayude en cómo plantearlo.  De todas formas, parece que tiene sentido

  • Enfocar la terapia como algo que ayuda a mejorar habilidades o sentirse mejor y no como una “cura a una enfermedad o problema”.
  • “Incluirse” la familia como parte del proceso de terapia en el que todos/as vamos a adquirir herramientas.
  • En qué le gustaría a ella que le ayudara en el caso hipotético de ir (quizás a priori no sea lo mismo que nosotros tengamos en la cabeza, no pasa nada)
  • Poner énfasis en la opción de terapia en los momentos en que la chica sea más consciente de que está pasándolo mal o se siente limitada para algo.
  • Recordar personas influencers o referentes que hablan de lo bueno que ha sido para ellos/as hacer terapia.
  • Buscar un terapeuta que se adapte a la chica, a su estilo y pueda crear cierto “feeling”. Se puede dejar que sea partícipe en la decisión de qué persona o qué modelo de terapia elegir de alguna forma.
  • Recordar (aunque lo hará el terapeuta) que la relación es confidencial (si el terapeuta considera que hay que informar de algo o compartir en familia, lo trabajará con la niña)

“El sufrimiento y la adversidad” nos hacen más humanos decía Rafaela Santos. Cuidaremos de que no sea excesivo para nuestros hijos y sientan que tienen red de ayuda para afrontarlo.

Begoña Ruiz, psicóloga

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