Ser adolescente nunca ha sido fácil, es un territorio confuso y muy inestable. Parece que el hecho de ser adolescente implica algo sospechoso sobre sus intenciones, de este modo les transmitimos que son amenazantes y luego nos sorprendemos de que lo sean. Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad en esto, prácticamente todas las noticias en torno a ellos/as tienen relación con conductas irrespetuosas o incluso delictivas, fortaleciendo esa imagen de que son poco fiables, cuando la mayoría de ellos y ellas no encajan en ese perfil.
A ratos se le trata como un bebé y en otros se le exige como si fuera un adulto, está en tierra de nadie, no parece un lugar muy seguro o confiable, la verdad. De hecho, cuando entre adultas, en tono de broma, se habla de volver a una edad anterior, es muy extraño que alguien diga que quiere volver a la adolescencia “querría ser más joven, pero volver a la pasar por la adolescencia ni loca”.
Recientemente, con el tema del COVID se ha podido observar cómo no tienen un territorio propio, los niños hasta 14 años podían salir con sus padres, pero no hubo en ningún país una ley específica para que los adolescentes pudieran salir a la calle a dar un paseo (a no ser que tuviera un perro).
Empecemos por el término que la define: adolescencia. El significado de adolescente es “el que adolece, el que sufre” y no es de extrañar; cambios físicos continuos y relativamente rápidos que no le permiten adaptarse, además el pudor y la vergüenza les impiden la mayor parte de las veces comentarlo con sus compañeras y menos con los adultos; toneladas de testosterona y hormonas se alían para desequilibrar su cuerpo y sobre todo su estado anímico; una identidad, aún no definida, les impulsa a experimentar diferentes formas de pensar, de actuar, de sentir lo que ocasiona mucha confusión en los padres-madres y en ellas mismas y también un gran sentimiento de estar perdida y de sufrimiento.
Decir “mi hijo tiene un problema” es reducir mucho el “problema” porque si un miembro de la familia está en dificultades o tiene conflictos dentro o fuera de casa, toda la familia está en contacto con el problema, por eso es un asunto de todos los implicados.
Los/as menores pueden llegar a ser el altavoz de algo que no va bien
Normalmente el/la adolescente o los/as niños/as suelen ser el emergente dentro de la familia de algo disfuncional, esto no significa traumático, pero sí que algo no está funcionando. De ahí que se diga que los menores son los “sintomáticos”, es decir, pueden llegar a ser el altavoz de algo que no va bien o no le va bien dentro del sistema familiar.
Evidentemente no todo es responsabilidad de los padres y madres: hay otros agentes y personas que han influido en nuestros hijos e hijas, fallecimientos en la familia, un parto difícil, cambios de casa o de colegio, la llegada de un hermano/a, …
No queremos que crezcan, sobreprotegiéndole/controlándole, o les hacemos crecer muy rápido, que sean autónomos en sus tareas diarias, que corran para adaptarse a nuestro ritmo, se les da la posibilidad de tomar decisiones que no les corresponden, es decir se les da mucho poder y luego en la adolescencia nos sorprendemos de que lo usen, damos una libertad que aún no sabe gestionar y lo peor es que no solo lo hacemos para que aprendan a utilizarla sino, en gran medida, para que se adapten a nuestro ritmo. Ningún adulto/a tiene tanto tiempo ocupado, tantas obligaciones o le mandan tantas personas, conocidas e incluso desconocidas, como a una adolescente.
El mundo es más individualista que nunca y se ha vuelto exponencialmente enorme, aparentemente cercano y peligrosamente accesible, lo que resulta una trampa mortal. Recuerdo una escena con mi hijo cuando era pequeño. Él vino del colegio muy contento enseñándome los 4 colores que había aprendido, yo emocionada e intentando estimularlo me fui casi sin acabar de escucharle a por la caja donde venían 36 colores y se la enseñé entusiasmada, su sonrisa se fue transformando en seriedad. Había sido terriblemente invasiva y poco respetuosa con él, anulé, sin pretenderlo, su mundo para darle algo tan grande que no podía absorber, creo que es una buena metáfora sobre cómo este mundo tan inabarcable les hace sentirse todavía más inseguros y perdidos en quién son y cómo situarse en el mundo, que es de lo que adolece el adolescente.
Es muy importante que tomemos conciencia de nuestra propia incoherencia en cuanto a los valores que les transmitimos: “Hay que cuidar a nuestros mayores” pero ve cómo le hablas a la amama o el aitite; “No hay que tomar drogas” pero cada celebración y muchos momentos de ocio son con alcohol de por medio o no hay que fumar mientras tienes un pitillo a medio consumir en el cenicero, además si nos confrontan “¿Y tú por qué lo haces?” sólo se nos ocurre la genial explicación de “porque yo soy tu madre y punto”. En fin, cómo se van a fiar de nosotros o querer imitar a alguien que no puede hacer lo que pide a los demás.
Nuestros hijos y su adolescencia no nos dejan quedarnos dormidas, es una llamada a la Vida, a la atención, a la intención, a la presencia, a estar en el aquí y en el ahora de manera constante. Y no, no hay manual de instrucciones, afortunadamente, ya que eso nos habla de la hermosa complejidad del ser humano tan versátil en sus diferencias y al mismo tiempo con una misma necesidad desde que nacemos hasta que morimos: ser miradas y amadas por quienes somos. Eso es lo que nos une con nuestras hijas e hijos, la sed de amor, lo demás son trampas y obstáculos, a veces, necesarios para generar una crisis que nos permite alcanzar la propia realización y el desarrollo del amor a uno mismo, a una misma.
En el mismo barco…
Los primeros años de crianza de nuestros hijos/as se basan en una constante adaptación a sus frecuentes cambios evolutivos a nivel cognitivo, emocional y conductual. Desde ahí construimos un tipo de relación que empieza en el hogar para ir abriéndose a la escuela y otros entornos lúdicos y relacionales, en esta época podemos “controlar” de algún modo su entorno, sus amistades, incluso sus intereses hasta que llegan a una preadolescencia que, invariablemente, nos pilla desprevenidas/os. Hace años hubo una campaña que me encantó, aunque no recuerdo de quién, el slogan era algo parecido a “¿Dónde está mi niño y quién es este tío que anda por mi casa?”
Sin darnos cuenta entramos, tanto nuestras hijas como nosotras mismas, en un proceso de duelo, el niño empieza a desaparecer y surge un adolescente (el que adolece, la que sufre) al que no “reconocemos”, la relación cambia, las discusiones son constantes y por cosas absurdas, ya no somos el centro de su mundo y parece que les sobramos pero no es cierto, sólo están intentando poner a prueba su autonomía, nuestro amor, sus ideas, se han diferenciado ya de nosotras y si eso sucede es que algo hemos hecho bien pero ¿dónde está nuestro pequeño y quién esa persona que tenemos delante?
Antes nos necesitaban para todo y ahora parece que ni nos ven, se hace muy solitaria y desagradable, a ratos, esta tarea de acompañarlos en una época en la que se muestran en oposición a cualquier cosa que les planteamos, nos gritan, se irritan cada día por cosas diferentes y nos desafían con desprecio y chulería.
Llega entonces el desconcierto, la culpa, la impotencia, el miedo y, a veces, la desesperación; vemos cómo sufren, lo confusas que están. Nos aturullamos entre nuestro deseo de protegerles y la querencia de darles cada vez un poco más de la libertad, imprescindible, para que maduren.
Se hace necesario volver a configurar nuestra relación, el modo de comunicarnos, actualizar el sistema de límites y normas, así como comenzar a tejer una confianza en sus posibilidades y modo de ver el mundo incluso cuando no coincide con el nuestro. No es sencillo dialogar con alguien que echa la responsabilidad fuera y apenas practica la autocrítica y al mismo tiempo vemos su vulnerabilidad, su desconocimiento de la Vida, su desconcierto ante su propia identidad.
Parece que hemos olvidado o enterrado, en muchos casos y con razones, aquella época de nuestra vida, nuestros propios vaivenes, nuestra apatía hacia lo que nos decían nuestros mayores, los deseos revoloteando sin cesar a nuestro alrededor, los rituales, necesarios, que atravesamos y a los que nos sometimos para sentirnos mayores, nuestras dudas sobre si este mundo merecía la pena o si era mejor apearse cuanto antes de este sitio sin sentido aparente.
Es, por tanto, este momento de metamorfosis constante, el que nos va a requerir más atención, empatía y paciencia que ninguna otra. Mirar de frente a nuestro hijo, aprender su idioma, dejarnos empapar por su mundo por muy absurdo o ajeno que nos parezca, respetarle del mismo modo que hacemos con cualquiera, no se nos ocurriría jamás hablar a un compañero de trabajo o incluso a nuestra frutera del mismo modo que hacemos con ellas dentro de los límites de la casa, donde la comunicación es a base de gritos y enjuiciamiento de unos y otros.
Quizá la tarea fundamental en este transito sea no personalizar lo que sucede -sus “ataques”– sino entenderlo dentro de un proceso natural y necesario, tanto de individuación como de emancipación y esto, queramos o no, es doloroso, pero no por ello ingrato o estéril. Hace falta mucha calma para entender cuándo es el momento de recogerles e intentar que entiendan las complejidades de lo que están viviendo y cuándo es el momento de poner limites claros, sin entrar en discusiones. Ser el adulto y la autoridad, que conlleva, no se basa en ejercer el poder (que también) sino, que es el rol que nos corresponde, no hay que ganárselo a golpe de batalla sino mostrar sencillamente que es nuestra función. El mundo está en guerra y quizá no podamos hacer mucho porque sea diferente, pero toca tomar conciencia de que el cambio empieza por nuestra casa y la relación con los nuestros.
Creo que lo más importante pese a los escollos, desavenencias o crisis es mantenernos cerca de ellas sin condiciones, con comprensión, confianza y mucha compasión ante este momento tan crucial y complicado para ellos y para nosotras. Nadie como nuestros hijos nos hacen tan bien de espejo sobre quiénes somos, sobre todo en nuestra parte más oscura y carente, es momento de mirarnos desde otro lugar, de aprender y madurar juntas/os. El amor, siempre, es la respuesta.
Ana Baza, terapeuta Gestalt
¿Quieres apuntarte al taller presencial “Con otra mirada…”?
Es un programa para madres y padres con hijos e hijas adolescentes (12 a 18 años)
Objetivos del taller:
Facilitar la comprensión de esta etapa de tránsito de la niñez a la juventud, acompañando a padres/madres/tutores-as en el desconcierto e impotencia que sobreviene en la relación con un/a adolescente.
Contenidos:
-Explorar y abordar los miedos que aparecen en esta etapa de tránsito de la niñez a la juventud.
– Rituales de paso.
– Cómo establecer limites desde el amor y no desde la necesidad de control.
– Cómo desarrollar una comunicación con el/la adolescente desde el respeto tanto a sus necesidades como a las nuestras de protegerles y guiarles.
Impartido por: El equipo de Familias y Adolescentes del centro Senda de Psicoterapia Integrativa Gestalt.
Cómo participar: Realizaremos una entrevista previa para hacer el proceso de selección.
Fechas: 28/05/2022 y 04/06/2022
Horario: de 10:00h a 14:00h y de 16:00h a 20:00h Comida incluida
Lugar : Calle Ronda, s/n, Bilbao
Si quieres participar en el programa gratuito “Con otra mirada”, inscríbete aquí
Vídeos de BBK Family sobre adolescencia que te puede interesar:
Mediateca de BBK Family que te puede servir de ayuda:
Artículos de BBK Family sobre adolescencia: