Ser padres y madres de adolescentes: ¿Cómo ocupar un buen lugar? ¿Se trata de ser alguien en quien los y las adolescentes puedan confiar o se trata de ser amigos/as?
No es fácil saber qué posición tomar frente a una o un adolescente. Las personas adultas sienten, de manera frecuente, que se equivocan. Si se acercan demasiado provocan, a veces, que ellos y ellas se encierren, ya que sienten que ese acercamiento es una intromisión. Lo viven como una amenaza a su espacio vital. Si se mantienen, en cambio, distantes, los y las adolescentes reclaman su presencia, a veces, de manera imperiosa. ¿Qué hacer entonces? ¿Estamos preparadas las personas adultas para “saber hacer” con los adolescentes aunque no los entendamos demasiado?
El adolescente es en esencia “un ser aislado” y es a partir de ese aislamiento que se inicia un proceso que puede culminar en nuevos modos de socialización. No hay que preocuparse con su aislamiento si no es exagerado o total, es decir si alterna con momentos de comunicación. Es un aislamiento que puede ser necesario para construir su intimidad. En ese sentido los adolescentes intentan por diversos medios dar un tratamiento a ese aislamiento: eso los empuja muchas veces a adoptar, a copiar los “gestos” de otros construyendo así un semblante de identidad compartida. Incluso a veces hacen como los semejantes para evitar “vivir separados”. Podemos decir que las transformaciones que viven en ese periodo de su vida, tanto de su cuerpo como de su identidad, refuerzan esa tendencia a la separación y al aislamiento. Es por eso que aunque las personas adultas no entiendan nada de lo que les pasa es importante que no los hagan sentir abandonados.
Los padres y las madres, para estar presentes, tienen que renunciar a una posición que hasta el momento de la pubertad ocupaban. En la infancia, algunos padres y algunas madres, eran una especie de guía para sus hijos e hijas. En cierta medida conseguían hacerse respetar y tener autoridad sobre sus hijos o hijas por el simple hecho de ser sus padres y madres. Eso es algo que, en parte, se rompe en las adolescencias. Es decir que las adolescencias desencadenan un proceso de duelo doble: por un lado los adolescentes han de separarse de la niñez pero por otro lado las personas adultas han de saber perder y cambiar el lugar que ocupaban para el niño. Es a partir de la reflexión sobre la propia dificultad para perder que las personas adultas pueden construir un conocimiento que sea operativo. Podemos decir que estar presente para los adolescentes implica un modo de estar al que nombraremos como: “acompañamiento silencioso”, lo que no quiere decir que no se pueda hablar.
“Acompañar” es una forma de nombrar ese estar al lado del adolescente: ni por delante, como “voz de la experiencia” ni por detrás, estando ausente. “Acompañar” entonces se constituye en una herramienta que nos sirve para explorar la distancia justa a establecer en el vínculo. Vemos que no es algo fácil pero tampoco imposible. Las personas adultas tenemos que hacer un trabajo para aprender a hablarles a nuestros adolescentes y para eso, a veces, tenemos que aprender a renunciar a tratarlos con el idioma de las normas: renunciar a normalizar y a normativizar.
El padre de un adolescente lo comentaba de esta manera en una interconsulta: “me he dado cuenta que he de mantener un acompañamiento silencioso. Estar allí, a su alcance, darle signos de mi cercanía pero no decir demasiado…Es en esos momentos en que mi hijo puede empezar a decir algo de lo que le pasa, cosas que antes me parecían tonterías, que él evitaba tratar los verdaderos problemas. Ahora pienso que, en realidad, son las cosas que lo ocupan”. ¿Qué nos enseña este padre? Nos enseña que ha necesitado tomar distancia de su propia urgencia por dar sentido a lo que le pasa a su hijo, un cierto aislamiento, para poder acercarse a él. Pero además nos muestra que los adolescentes nos rechazan cuando captan que las personas adultas desvalorizamos la causa de su sufrimiento, pensamos que son “tonterías”.
Los y las adolescentes, al contrario, de lo que a veces algunos padres y madres manifiestan necesitan sentir que el vínculo con ellos es asimétrico. Es decir que no son pares o en otras palabras que sus padres no son “amigos/as”. Eso no quiere decir que no necesitan sentir una cierta “complicidad” o “confianza”. De hecho el sentimiento de “confianza” es uno de los afectos más difíciles de obtener por parte de los adolescentes. Algunos y algunas adolescentes explican en la consulta que sienten desconfianza de sus padres cuando éstos muestran demasiado interés por las relaciones que mantienen con sus amigos. Otros explican que cuando los padres y las madres les hablan de las drogas no están seguros de poder decirles lo que verdaderamente piensan. Una chica me explicaba en sesión que en realidad no sabía qué responderle respecto a este tema a su madre porque, “en el fondo”, no sabía qué era lo que ella pensaba o si había tenido en su propia adolescencia alguna relación con los porros, por ejemplo.
Este es un tema muy importante: hay veces que los padres y las madres creen que para mantener la autoridad frente a sus hijos e hijas conviene mostrarse como “modelos de virtud”. Temen que si confiesan a sus hijos e hijas que en su propia adolescencia tuvieron que explorar distintas cuestiones, estén de este modo autorizando investigaciones sin control. Lo que los y las adolescentes explican es que cuando los padres y madres se presentan como “virtuosos” los viven como inalcanzables y un poco deshumanizados.
En conclusión, no se trata de “ser modelos”, ni de ser “padres virtuosos”. Se trata más bien de poder transmitir el “saber hacer” que los padres y las madres han podido construir en su propia adolescencia y también aceptar que a partir de ahí sus hijos e hijas puedan construir un nuevo “saber hacer”, que sin duda integrará algo de lo que los padres y madres les han dado.
Susana Brignoni. Psicóloga clínica y psicoanalista.
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