Pedir perdón por no saber mirar y por no querer ver

Pedir perdón es necesario, aunque pueda parecer inútil. Pedir perdón supone reconocer el daño, honrar el dolor, darle el lugar que merece. Y a veces, no siempre, implica hacer justicia

Las cifras de abuso sexual infantil nos dicen que entre nosotros hay muchos niños y niñas que están sufriendo daños que para muchos son inimaginables. Niños y niñas a los que aún no vemos. Uno de cada cinco, repiten una y otra vez las estadísticas. Y hay también infinidad de adultos, hombres y mujeres, que llevan dentro de sí mismos a un niño o niña herido con el que han aprendido a vivir, pero que sigue aterrado, temblando y sin ser visto.

¿Dónde estábamos nosotros cuando todo esto sucedió? ¿Dónde estamos ahora con cada niño o niña con el que sigue sucediendo? ¿Podemos pedirles perdón? Perdón por haberles fallado, por no haber llegado a tiempo de evitarlo o al menos haberlo detectado pronto o no demasiado tarde. Porque lo que para nosotros es un día sin más, para ellos y ellas es (o fue) horror, confusión y miedo. ¿Qué podemos ofrecerles como familias?

Lo primero y más importante, reconocerles que vamos a ciegas porque aún no estamos suficientemente formados ni preparados para verles. Caminamos en penumbra pero ahora, al menos, sabemos que están ahí. Empezamos a dejar de negarlo, a aceptarlo. Los conocemos, los saludamos, en algunas ocasiones intuimos su dolor en una mirada vacía, en un gesto adusto y dolorido o en ese silencio largo.  Así que les debemos la búsqueda de la historia que habita tras cada una de esas miradas, gestos y silencios. No dejarlos pasar, no minimizarlos achacándolos al carácter de la tierra o de la familia. Y, por supuesto, no ridiculizarlos.

Pedir perdón no es un gesto. Es un compromiso. Un compromiso de consciencia. Se trata de no mirar hacia otro lado. Escuchar, ofrecer momentos y espacios para que puedan narrar su dolor sin recibir juicio o condena. Tan sólo silencio conmovido. Como ocurre con otras víctimas. No decirles esas cosas tan humanas e injustas como: “tienes que pasar página”, “no puedes obsesionarte”, “eras muy pequeño, han pasado muchos años, tampoco pudo ser tan grave”, “tienes que olvidar”. No tratarles como si estuvieran “enfermos” o “locos”, sino como lo que son: personas que han sufrido y han encontrado un modo de sobrevivir.

No ser parte del doble abuso, ese que llega con la condena y el silencio, con la protección del agresor o agresora, con la imposición del perdón: “tienes que perdonarle, al fin y al cabo es tu padre…es tu abuela…no sabían…seguro que no querían”. No formar parte del silencio social, de esa actitud fruto de las falsas creencias de “esto aquí no pasa”, “no en mi familia, mi barrio, mi gente”, esto lo hacen “desconocidos, locos o desalmados”. Porque es más fácil mentirnos que asumir la verdad. Y la verdad es que quienes agreden son parte de nuestra gente, nuestras familias, nuestras sociedades.

Y, a partir de ahí, comprometerse a mirar, a preguntarse, a formarse, a buscar respuestas. Comprometerse a hacer esas preguntas que nos resultan incómodas y nos asustan. Porque la respuesta da miedo. Si no pregunto, nunca escucharé una respuesta que me obligue a actuar. Esos pediatras que empiezan a preguntar directamente “¿Alguien te está haciendo daño, cariño?”; esos profesores que en el patio comienzan a acercarse y dicen “llevo días viéndote triste, apagado. No hace falta que me lo digas ahora si no quieres, sólo quiero que sepas que te veo, que me importas y que estoy aquí, que te puedo ayudar”. Esos educadores en las ludotecas y espacios de ocio y familiares que hablan a los niños, niñas y adolescentes de esas sensaciones corporales de asco, de miedo, de horror, para que aprendan a identificarlas, les lleguen de quienes les lleguen.

Y, sobre todo, esas familias que cuando aparece en una serie o en una peli un protagonista que es abusado no dicen “esos canallas, deberían matarlos, yo no sé qué haría si esto os pasara” dando la sensación de que el tema les sobrepasa, que no sabrían qué hacer o de que reaccionarían de forma agresiva. Porque eso hace mucho más difícil la revelación del abuso, sobre todo si es intrafamiliar. Al revés, familias que dicen cosas como: “cómo duele verle sufrir así y que no tenga a nadie con quien hablar. Cuando yo era pequeño de estas cosas no se hablaba, pero nos equivocamos. Si hubiéramos hablado de esto, si hubiéramos visto pelis así con nuestros padres, no habría habido tantos casos. Yo mismo creía que era imposible que esto os pasara a vosotros, y no he querido hablaros del abuso pensando que así no tendríais miedo, y estaríais a salvo. Sin embargo, mira lo que ocurre en esta peli. Yo no quiero ser así como madre o como padre, quiero que podáis hablar conmigo de lo que sea que os pase porque siempre estaré aquí y podremos solucionar lo que sea mientras me lo contéis. Y si no podemos solos, buscaremos ayuda”.

Pedir perdón es nuestra opción. Nuestro compromiso. Perdonarnos es la opción de las víctimas.  El perdón que va más allá de la integración del dolor, ese perdón que significa la reconstrucción del vínculo nunca puede ser planteado como una obligación, ni como parte del cierre terapéutico, sino como una opción. Las víctimas de abuso sexual, adultos y niños, niñas y adolescentes, tienen derecho a perdonar y a no perdonar.  Ambas pueden ser decisiones protectoras. Entre otras cosas, porque perdonar implica volver a confiar. Y para que puedan hacer eso, tenemos que convertirnos primero en una sociedad digna de confianza. Y lo lograremos desde la presencia consciente, la formación y la escucha. Y desde el cuestionamiento de nuestras ideas  sobre la familia, la infancia, el afecto, la violencia y la sexualidad. Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y nosotros, como familias y como sociedad, empezamos a ver. De momento, entre la penumbra.

Pepa Horno. Psicóloga y consultora en infancia, afectividad y protección.

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