Son tiempos extraños para todos. Un virus minúsculo, imperceptible, ha puesto patas arriba nuestra vida cotidiana.
Casi de la noche a la mañana nos obligó a encerrarnos en nuestras casas convertidas en refugio y así, aislados, únicamente en compañía de los convivientes, nos vimos físicamente separados de otros familiares, de las amistades, de los y las compañeras de trabajo, privados de ir al colegio los más pequeños, teletrabajando en el mejor de los casos…
Estar en casa se convirtió en una obligación, pero también en una medida solidaria de protección propia y hacia los demás, porque el virus campaba a sus anchas trastocando las vidas de todos de muchas maneras y cebándose con los más vulnerables, entre ellos las personas mayores.
Las personas de más edad, quienes acumulan la sabiduría de los años y las vivencias, que sacaron adelante a sus familias quizás en tiempos más duros, que pusieron los cimientos de lo que somos, también fueron confinadas como todas las demás.
En esos tiempos de encierro, aprendimos nuevas formas de contacto, de comunicación, de relación. Si bien las personas más jóvenes ya estábamos acostumbradas al uso de pantallas, nunca una había adquirido tanta importancia: aquella que nos permitía acercarnos a nuestros familiares queridos. Y muchos mayores, no tan acostumbrados a ellas, tuvieron que aprender a utilizarlas a base de toqueteo y de atinar con el ángulo para que se viera el rostro completo y no sólo una sección. “Hija qué bien te veo…” “Pues yo a ti te veo sólo un ojo…”.
Sin embargo, siempre que llueve escampa y, como saliendo de un extraño letargo, poco a poco pudimos ir emergiendo de nuestros refugios para reencontrarnos e ir retomando nuestras vidas.
Lo llamaron “nueva normalidad”
Y es que, aunque a veces se nos olvide, no es la normalidad de antes. Lo atestiguan las mascarillas, la distancia social, el hidrogel por doquier, las noticias que recibimos a diario plagadas de datos y datos que nos recuerdan que el virus merodea. Y claro, debemos procurar no tentar a la suerte.
De esta manera, intentamos juntarnos lo justo, en grupos reducidos, teniendo mucho cuidado y seguimos pidiendo a nuestros mayores que se queden en casa todo el tiempo posible, evitando su exposición. Y, de pronto, aquellas personas que han sido duras como piedras para superar otras crisis, esas que han llenado parques columpiando nietas y nietos, los que ahora podrían disponer de su tiempo a su manera, se han tornado en frágil porcelana, imposible de dejar a la intemperie. No vaya a romperse.
¿Y quiénes podrían romper la porcelana? ¡Pues las y los más pequeños!
Porque si las personas mayores son consideradas población de riesgo de contraer la COVID-19, las niñas y los niños son los transmisores en potencia. ¡Y claro, pon a las, los más pequeños de la casa con un balón frente a una figurita de fina loza…! ¡Cualquiera se arriesga!
Así, procedemos las familias a un “aislamiento protector”: el que imploramos a nuestros miembros más longevos por miedo a que contraigan la enfermedad. “No salgas, yo te traigo las compras… es mejor no arriesgarse… ya os saludamos desde la ventana…”
La era de la COVID-19 nos marca pues el camino por el que discurren nuevas formas de contacto, de comunicación, de relación. Pero en ese camino aparecen los miedos, la incertidumbre ante un escenario cambiante, difícil de controlar y que nos obliga a tomar posiciones para tratar de cuidar lo que hemos aprendido a valorar más que nunca, la salud.
Queremos proteger a nuestros seres queridos y, para ello, evitamos los contactos familiares pero, a la vez, quizás sin darnos cuenta, o quizás conscientes de ello pero asumiendo los costes, alimentamos la sensación de soledad, de vulnerabilidad, restamos presencia y disminuimos los encuentros intergeneracionales beneficiosos para mayores y pequeños… y también para los que estamos en medio.
En los últimos años se ha puesto en boga la idea del envejecimiento activo, del intercambio intergeneracional, de la importancia de los mayores como fuente de conocimiento y experiencia. Sin embargo, la COVID-19, que lo ha enredado todo, ha vuelto a colocar a las personas mayores en la diana de la vulnerabilidad por ser ellas quienes tienen más papeletas de padecer los efectos más negativos del virus.
De esta manera, en nuestro afán de protección, han vuelto a quedar solas, relegadas, obligadas a aprender a comunicarse a través del uso de tecnologías que, sin duda, son prácticas pero resultan frías, privan del beso, el abrazo, la caricia… o del choque de codo como sucedáneo de los mismos.
Si al binomio mayores – vulnerabilidad ante la COVID-19, le unimos un tercer factor, la dependencia, nos encontramos con situaciones que resultan aún más conmovedoras en la realidad sanitaria que nos está tocando vivir:
- -El miedo intenso a la enfermedad en mayores con dependencia, quienes se convierten en personas extremadamente frágiles y vulnerables.
- -La soledad de las personas cuidadoras principales, más marcada aún si cabe de lo que normalmente la suelen sentir. Se han encontrado, y muchas continúan, cuidando de personas dependientes sin poder contar con otros familiares por temor a posibles contagios.
- -La privación del efecto cognitiva y afectivamente estimulante de otros miembros de la familia.
- -La disminución en las opciones de ayuda en el cuidado de las personas con dependencia, con el cierre de los centros de día para evitar contagios masivos, que se ha traducido en el aumento de la sensación de sobrecarga y las grandes dificultades para la conciliación del cuidado y el trabajo.
- -La situación de las personas mayores dependientes en las residencias, donde el virus se ha colado sin piedad y que ha obligado a limitar las visitas, los acompañamientos, el cuidado afectivo de los familiares preocupados.
- -Y tantas otras realidades…
Quizás estas líneas puedan constituirse como una oportunidad para invitar a la reflexión, para equilibrar la protección a las personas mayores con la posibilidad de disfrute del acompañamiento familiar, para pensar en la importancia de las relaciones personales sin olvidar la responsabilidad de los unos con los otros respetando las medidas de protección frente a la COVID-19.
Usa la mascarilla, respeta las distancias, lávate las manos, ten cuidado y, sobre todo ¡vive y disfruta de los tuyos!
Ana Tejedor Urra. Psicóloga EDE Fundazioa (Suspergintza)