El ser humano está construido para sobrevivir. Cuando llega la urgencia, el miedo, el dolor físico o el sufrimiento emocional, todo nuestro ser se activa para encontrar la forma más rápida y menos dañina de sobrevivir. A veces lo que es más rápido e indoloro en ese momento resulta más dañino a largo plazo. Pero eso no lo sabemos entonces. Al menos no siempre.
Durante todos estos meses, aquellos que hemos tenido la fortuna, hemos podido sobrevivir. O no enfermamos, o enfermamos y nos curamos. Nos quedamos en casa esperando a que todo pasara, a que el peligro cesara. Elegimos ser responsables y ser generosos. Y lo elegimos a costa de un sufrimiento emocional muy grande. A veces ese sufrimiento lo hicimos consciente, otras no.
Por eso ahora nos sentimos tan raros. Tenemos la sensación de que el peligro empieza a remitir, pero nuestro cuerpo, que sigue activado en la supervivencia, aún no duerme profundo ni respira tranquilo. Una parte de nuestros pensamientos siguen centrados en el virus, las mascarillas, las personas por la calle o lavarnos las manos. Y los pensamientos obsesivos generan una necesidad de control y un pensamiento paranoide que necesita imperiosamente buscar un culpable (o varios) de lo que ha pasado. Y nuestras emociones siguen subiendo y bajando. Nuestros hijos e hijas tienen miedo a salir a la calle, nosotros mismos nos sentimos raros sin esas cuatro paredes, nos seguimos enfadando fácilmente o de repente tenemos ganas de llorar y no sabemos por qué. Dicen que el virus empieza a remitir, pero nuestra alma no se lo acaba de creer.
Por eso necesitamos descansar. Necesitamos aire, agua y sol. Porque el sol es esencial para mantener la energía interna, el agua favorece nuestra conexión corporal y el aire y el movimiento ayudan a nuestra regulación emocional, especialmente de la rabia. La naturaleza permite al ser humano reconectar corporal y emocionalmente. ¡Si hasta sabemos que abrazar a los árboles nos hace estar más sanos!
Necesitamos dormir. Pero dormir profundo. Que el insomnio disminuya y remitan esos sueños que han estado tan cargados emocionalmente. No han sido necesariamente pesadillas, pero estos meses la gente recordaba mucho más lo que soñaba. Porque tenía mucho más que soñar. Soñar nos permite integrar lo que vivimos, y teníamos demasiadas vivencias por colocar como en un puzzle que no encajaba.
Necesitamos parar. Cuando el ser humano quiere sobrevivir, tiende a desconectar emocionalmente. Es lo que llamamos disociación. Cortamos el acceso a una parte de nuestro procesamiento interno, el corporal y emocional, para centrar los recursos en sobrevivir. Y para lograr no conectar, lo mejor es correr. Por eso a veces corremos tanto. Sin embargo, el confinamiento nos obligó a parar. Y mucha gente se puso a llenar de actividades el tiempo porque pararse a sentir le daba miedo, le generaba angustia. Incluso encerrados somos capaces de “correr”. Pero para recuperar el equilibrio interno necesitamos frenar, parar y reconectar. Si no somos capaces de meditar o de hacer relajación, que muchos no lo seremos, entonces caminemos tranquilamente, tomemos un café sentados, en vez de en pie, sentémonos en un lugar bonito y veamos pasar el tiempo.
Necesitamos llorar. En este tiempo hemos perdido mucho más de lo que imaginamos. No sólo hemos perdido personas que amábamos, sino muchas cosas propias de nuestra forma de vivir. Hemos perdido poder abrazarnos sin miedo, poder hablar sin sentirnos posicionados en miles de debates polarizados por el miedo. Hemos perdido la sensación de invulnerabilidad, que era dañina y falsa, pero nos encantaba. Ahora nos sabemos frágiles, a la intemperie y muy, muy vulnerables. Por eso nos cuesta llorar, porque al hacerlo sentimos angustia. Y la tristeza sólo acaba siendo un problema cuando se une al miedo. Llorar el dolor sin angustia, sólo dejándolo salir, también hace que nuestra alma descanse.
Necesitamos construir tribu. Porque de ésta o salimos juntos o no salimos. Hay muchas familias que no podrán hacer nada de todo esto que escribo porque la urgencia de su situación, las condiciones en las que han quedado, les exigirán seguir sobreviviendo. Porque para ellos la pesadilla no ha pasado. Y si algo nos ha enseñado este virus es que somos todos uno. Tendremos que aprender que si esas familias no logran vivir, nosotros tampoco podremos. Pero esto sería tema para otro artículo.
Nos espera un otoño muy difícil. Así que es momento de poner consciencia en este descanso del alma. Éste es un verano necesario. No nos lo saltemos. Y no tratemos de hacer como si el virus no hubiera pasado. Ha sucedido. Por eso, cuando hayamos descansado, nos hayamos bañado en el mar un par de veces o hayamos paseado bosques hermosos unos días seguidos, cuando hayamos reído de nuevo con nuestras familias… entonces, con el alma descansada, llegará el momento de tomar decisiones, de buscar una forma personal y consciente de vivir lo que viene. Pero no las tomemos antes de haber descansado, porque si las tomamos agotados y angustiados, es muy probable que acaben siendo decisiones erróneas.
Pepa Horno. Psicóloga y consultora en infancia, afectividad y protección